El árbitro.

"A veces las cosas son demasiado simples" me dijo mientras reordenaba su cuerpo ubicando su brazo ya plegado en el respaldar de la silla, mientras el torso se le adelantaba y sus zapatos goteaban ruido en el parqué.
Además de su cara revocada de candidez solo era posible distinguir unos pequeños ojos que se encogían aun más al suponer entender mi pueril situación. Impune se creía al persuadirse con sencillez de que mis labios valsarían al contarle como fue en realidad la minucia que me hundió por completo hinchando mi conciencia.
Mientras capturó aire, la más ruda simpleza atestó por completo lo que me quedaba de algo parecido al vigor. Me parecía sorprendente que alguien pujara mi planteo a la simpleza absoluta con tanta soltura y que esta le permitiera agudamente reacomodar su cuerpo mientras la declama, pero esto mucho no le interesó porque adjuntó a sus anteriores palabras una anécdota que lo involucraba.
Sólo se me trabó entre tantas palabras la probabilidad de creerlo un magnate a la hora de dar veredictos tan sutiles como crueles embadurnados de necedad y atrocidad en iguales proporciones. Se creía un prócer en el peritaje de la miseria ajena.
Yo tenía ese vértigo incontrolable que sólo siento cuando me hacen cosquillas, lo tenía por todo el cuerpo. Todo por ser enjuiciada así. Y me callé, no sólo porque la tonalidad silencio justificaba mi desdicha, la que tan simple era, sino para también evitar balbucear alguna vulgaridad. Entonces miré para el costado como si revisara una partitura, lo escuché incorporarse en una pieza, se acercó radiante, me agarró la mano derecha hermanándome a un equilibrio incomprensible, tocó mi cara desprendiéndome de mi cerebro y sus ojos de ángulos punzantes me recetaron otra vida.
-¿Y después?
-"A veces las cosas son demasiado simples"