Había una vez una ingenua hortaliza que tenia una particular fascinación por los microscopios.
Yo caminaba por el médano contemplando con un feliz inconformismo mi minusvalía e intempestivamente lo sentí. Lo sentí en el metatarso. Sentí su libro y su perfume.
Cuando me di vuelta estaba en aquella glorieta. Y lo volví a sentir. Sentí como atacaba mi estabilidad convencional con melodías frágiles e indelebles que amigaban mis traumas y mineralizaban mis napas más profundas. Era él, el gobernador.
Me miro para ver si caía en él, pero me tomó como a una escoba, barrio su cabeza y me tiro.
Apenas se entibiaron mis huesos, enhebre aquel maremoto incomprensible en el que aprendí a enamorarme de lo inerte. En mi, el mismo silencio muscular y su hollín halógeno que me sigue modulando. Me dijeron que si seguía bajo su gobierno mi vida seria motocross y que nunca aceptaría mi hispanidad.
Izé todos mis mitos y me compré un matamoscas. Estoy llena de hemoglobina ajena.
Acá a hectómetros de su maxilar homeópata donde anidan mis motines, resbalo y me escurro entre los otros.
Constantemente me reinvento y a él también, para sentirlo.
Secan las calles y ya tengo tiempo para posponer y esperar.
Él nunca se va a dar cuenta, es otro espectador idiota. Alguien lo va a barrer.
Y estadísticas personales, dicen que cada 3 minutos una señora esta envolviendo con plástico el control remoto.
No hay moraleja (la barrieron), me voy a tender la ropa.